Valentín Uzcátegui

Valentín Uzcátegui
Autor: Luis Perozo Cervantes

Valentín Uzcátegui fue un hombre solo, abandonado y misterioso, con actitudes incomprensibles, y una figura grotesca que variaba de una pequeña cabeza malformada, con ojos bizarros y labios cuarteados con destellos fucsia y algunos granitos rojos, hasta llegar a una panza desproporcionada que le impedía mirar sus pies. No se exponía al sol durante mucho tiempo, tenia una palidez de recién nacido. También era muy extraño verlo fuera de su casa, y cuando salía verdaderamente se convertía en un espectáculo, con su escasa estatura de 1.60 metros, se escondía de los rayos solares y de las miradas de los vecinos; Siempre caminando rápido y con los puños muy bien cerrados, moviendo las manos de un lado a otro, sin parar, como si los comentarios, risas y burlas lo persiguiera y apuñalaran desde que sale de la tétrica casa, herencia de sus padres, hasta llegar al abasto donde el ciego Manuel le atendía con mucho cariño, igual que un niño, sin que nadie le advirtiera que servía a un monstruo.

Dicen los que tuvieron la desdicha de acercarse en algún momento a Valentín que su cuerpo emanaba un hedor de inmundicia, un palpito morbo estaba aferrado al aura de ese desorden llamado Valentín Uzcátegui. Tanto hombres como mujeres al pasar frente a la casa de Valentín sentían la mirada penetrante de ese cuarentón enfermo que los desnudaba y tocaba con asquerosas ideas y ruines fantasías que sólo podían nacer en la mente de un depravado mórbido fuera de control.

Los vecinos de la abominable morada de Valentín, cuentan que por las noches de las ventanas laterales escapaban como relámpagos diabólicos una serie de gritos que lograban parar los pelos de las ancianitas y contaminar de excitación a los niños de meses. Definitivamente su casa estaba rodeada por un ambiente pesado, como si las larvas encadenaran a las personas, e hicieran que el factor tiempo transcurriera más lento frente a sus ventanas.

Muchos decían que era virgen. No aparecía en los anales del prostíbulo y ni en la memoria de las putas del pueblo. Pero cuentan que los fines de semana brotaban las conchas de plátano vacías en su basurero, abiertas por la mitad con extraños amasijos pegajosos dentro. Verdaderamente, Valentín Uzcátegui era un tipo asquerosamente extraño.

Un buen día Valentín se dispuso a llenar su despensa, dejó los binoculares en el suelo, se abrigó para luchar contra la luz solar y salió de su asquerosa morada; caminaba en zigzag, de árbol en árbol, huyendo de los rayos ultravioleta, escapando de la amenaza calórica que lo hacia sudar y recordar los días de su juventud.

Nunca estudió nada, vivía de la pequeña fortuna de sus padres; se sentía culpable, su ropa aún olía a marihuana, llevaba dos meses sin probar ni una ramita por que en un desespero se fumó hasta la raíz del ultimo arbusto.

Cerraba bien los puños, aceleraba el paso; desde pequeño tuvo miedo que lo descubrieran, su mente divagaba muchas cosas mientras recorría otra vez la ruta que todos los vecinos conocían de memoria; Los más curiosos se asomaban por las ventanas, también lo hacían los niños que estaban la escuela, mientras que las putas preparaban todo para abrir el prostíbulo. Él sabía que las putas lo miraban, él conocía sus intenciones, pero nunca se imaginó lo que en esa tarde se fuera a consumar gracias a una pequeña apuesta.

En la noche anterior, cuando todos los hombres yacían atiborrados de alcohol y el dinero estaba en sus pantimedias, ellas se sentaron a recordar los hombres que habían pasado entre sus piernas. El lechero, el panadero, el ruso, los motilones, el maricón, el carpintero, el barrendero, el ciego, los leñadores, los policías, el bombero, el cura, el presidente del consejo municipal, bueno y pare de contar, todos menos el susodicho Valentín Uzcátegui, entonces, las chicas tomaron el dinero de sus prendas intimas, lo metieron en el pote de la brillantina y lo dejaron en custodia del negro José, quien atendía la barra, con el compromiso de que la primera que llevara a Valentín al prostíbulo y lo desflorara se llevaba todo.

Fue Magdalena de la Cruz, después de echarlo a la suerte la ganadora del primer turno. Valentín entró sigiloso al abasto y sistemáticamente, producto por producto, Don Manuel le iba despachando cada una de sus pequeñas excentricidades. Mientras el ciego salía al huerto a buscar un sin fin de hierbas, Magdalena penetró en el estrecho abasto.

— Hola Valentín — dijo con una voz muy sensual al oído del monstruoso individuo— Siempre me has gustado mucho, desde niña he estado enamorada de ti.

Él permanecía totalmente callado, sus puños cerrados se movían nerviosamente, no quería ni respirar, ella le decía todas los apetitos que tenía de estar con él; Su ojo derecho empezó a palpitar, sus poros derramaban sudor a cántaros rotos; No aguantó más, dio media vuelta e intentó salir del lugar, pero en ese preciso momento, Magdalena tocó su pecho, lo empujó contra la pared con la intención de manosear su pubis.

La respiración de Valentín se hizo aguda y angustiosa, Magdalena seguía moviendo su mano hasta tener un encuentro con la privacidad de Valentín, apretando la pieza de orfebrería más asquerosa del pueblo.

Todo pasó en fracciones de segundo. Magdalena se restregaba la mano contra su falda, Valentín se sentía aturdido, los vapores de marihuana que emanaba su ropa lo impulsaban a buscar más y alimentar su éxtasis; su excitación, el calor, los recuerdos de su juventud, el miedo a las personas, el cuerpo de Magdalena que instaba a ideas y fantasías morbosas, sus piernas, sus axilas, <>, el dedo gordo del pie, el grosor de sus pezones, sus lágrimas, <<¿Cómo se vería llorando?>>, El sol, la luna, la lengua cruzando las fronteras de la falda, los grillos de la marihuana, <>, se repetía en la mente una y otra vez; era tanta la presión que decidió huir, corrió hacia afuera, al medio de la calle, gritó a todo pulmón: <<¡Estoy erecto, si, si, lo estoy, miren, miren!>>. Todos los vecinos salieron a mirar el deprimente espectáculo del pobre maniático. El sol se reflejó sobre la cara de Valentín, achicharrando sus pestañas, secando sus ojos, la saliva se evaporaba de su lengua, su hombro se movía de un lado a otro respondiendo a un tic nervioso, abrió la boca, corrió un líquido blanco y espeso por sus mejillas, luego un largo hilo de sangre antes de derramarse sobre el asfalto caliente.

Cayó boca arriba, su erección aún se notaba, claramente fue un infarto fulminante, todos los vecinos se acercaron para ver el cadáver en un incendio de células que morían junto con el cerebro. Las putas, el cura, las autoridades y todos los vecinos sentían asco. Magdalena se aproximó hasta el pestilente cadáver, y muy cínicamente dijo a todos los presentes:

—Miren, era verdad, le salieron pelos en la mano.

Comentarios

Catalina A. ha dicho que…
me gusto mucho, buena historia!

entretenida